viernes, 10 de octubre de 2014

Motivos para vivir

     No suelo hablar de esto con casi nadie, a veces quisiera olvidar que pasó. Pero de cierta forma, me alegra haber aprendido de esa experiencia.

     Fue el 18 de diciembre de 2013. Miércoles; exactamente una semana antes de Navidad. Ya no recuerdo qué circunstancias me llevaron a hacerlo, pero eran varias, acumuladas una tras otra y perdí el control. Hacía tiempo que no pasaba, creí que ya lo había superado, pero en ese momento me quebré.

     Es curioso cómo cuando eso ocurría antes, sentía como si me viera a mí misma desde fuera y gritara tratando de detenerme. "¿Qué estoy haciendo? No debo... no quiero. ¿Por qué sigo haciéndolo?". Pero esta vez todo mi ser estaba concentrado en ese acto. Ninguna parte de mí se oponía. Sonreí.

     Ácido acetilsalicílico, cafeína, paracetamol, clorhidrato de fenilefrina. ¿Y esta de aquí? No tiene nombre ni composición... da igual, no importa. Y ahí, en un rincón, sonriendo, me quedé sentada esperando

     En ocasiones como esta, podría ponerme a pensar, buscando a quién le afectaría si algo llegara a pasarme. Pues no, esta vez no pude pensar en nadie que me fuera a extrañar. Al contrario, pensaba en todas las personas que estarían mejor sin mí. Y sí, seguía sonriendo.

     Lo primero fue el zumbido en los oídos, la aspirina aumenta la presión. Luego mareos y entorpecimiento del movimiento. Hasta ahí, la sonrisa no desaparecía.

     Pero entonces, el dolor de cabeza, la visión borrosa. No, todavía no encontraba una razón para vivir... pero comencé a sentir miedo de morir y las lágrimas empezaron a brotar.

     Fue mi hermana quien descubrió las cajas vacías, llamó a mamá y me acompañó a urgencias. Para cuando llegamos, todos los sonidos que escuchaba parecían provenir del mismo lugar, me confundía. Alguien gritaba a la distancia y sonaba igual que quien susurraba junto a mí. Al caminar, tropezaba porque sentía el suelo antes de haberlo tocado.

     Fue difícil hacer que esa manguera entrara por mi nariz y bajara hasta mi estómago. Al principio no entraba y me lastimaba. Irritó mi garganta al bajar y era horriblemente doloroso hacer cualquier movimiento, incluyendo el respirar. Y esa sensación fría cuando empezaron a bombear agua y luego el carbón. ¿El primer papanicolau? Un día de campo comparado con las cinco horas de lavado gástrico, compartiendo cuarto con señoras a quienes se les había desacomodado el tubo de diálisis, hombres con dedos rebanados, cholos con el cráneo abierto en una pelea, gente en shock hipoglucémico actuando como poseída por el demonio.

     Lo que más me impactó, sin embargo, fue que cuando estaban arreglando los papeles para darme el alta, llegó una pequeña de nueve años en la misma situación que yo cuando llegué. Sólo que ella no sabía qué había tomado. Las pastillas "para dormir" se las dio una amiga y no había nada escrito en el empaque.

     Los síntomas desaparecieron después de un buen sueño. Todos, excepto el zumbido. Se quedó en mi oído izquierdo y por un buen tiempo me impidió dormir a gusto, pero al día de hoy ya me acostumbré.

     Desde entonces, cada vez que pasa algo en mi vida que me quita las fuerzas y las ganas de seguir adelante, recuerdo aquél día. Ese día en el que no tenía motivos para continuar luchando, pero me aferré a la vida; decidí vivir por vivir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario